La historia con los parentescos es un misterio de la
vida. En mi caso agradezco y valoro pero más que nada marcaron profundamente
todo cuanto he vivido y transitado.
La connotación social, tal vez, el modelo de familia
que por aquel entonces moderaba el común denominador de todas las familias
argentinas, generó una especie dentro de la mía, que por su carácter
distintivo, nos ponía en otra dimensión, más cuando las protagonistas se
erigieron en líderes naturales y tomaron el timón, estableciendo un matriarcado
donde todos nos acomodamos.
El amor, que brindaban era directamente proporcional a
los dislates y pseudo castigos, que imponían, que adquirían matices de
disparate, cuando por ahí la Chicha, me mandaba a cortar el ligustro, o la Coca
a comprar pan, siendo esas las penas más representativas de sus variadas
condenas y para que sientas que la cosa venía muy en serio, lo imponían a
través de un ceño fruncido y un movimiento de manos, como que fueran a darte un
chirlo, que nunca llegaba a destino.
Una conversación con Coca y Chicha, era un verdadero
placer, pero a la vez, una diversión impensada, un paseo por la fantasía de la
palabra y los sueños.
Coca, en realidad Antonia, había nacido en Junio de
1918 en Villa Moll, una pequeña localidad de la provincia de Buenos Aires.
Chicha (la Chicha), en realidad Elena, había nacido en la misma localidad pero
en 1929, y era la menor de los 6 hermanos, que por entonces, y a raíz de una
serie de enfermedades solo habían quedado 3 de ellos. El otro hermano, era
Maximino Andrés, el Coco, otro personaje de la familia, que mi madre nos
impregnó con sus historias y dichos en aquellas tardes de siestas y noches con
sueños para vivir, ya que había sido criada con ellos, junto con su Abuela
Elena, Madre de Coca, Chicha y Coco, y era la mimada de la familia.
La abuela Elena, había sido embarcada a los 14 años,
en un puerto de España, desbastada por el hambre y la miseria, por su madre, a
buscar otros destinos donde corra mejor suerte. Solita llegó hasta Buenos Aires,
y de allí a Villa Moll, donde trabajó a destajo y formo su familia junto a Antonino
de Anta.
Yo llegué al mundo, cuando ellas ya gobernaban a su
gusto la Familia, y como fui el primer nieto y sobrino nieto, me adoptaron como
propio, porque el hijo de la Malena y desplacé a todos y gané el primer lugar
en el afecto de estas mujeres, que me llevaron al sitial de honor, de sentarme
al lado de quien ocupaba la cabecera de la mesa. Mi Abuelo David. Desde allí
juzgaba y oteaba como era eso de estar arriba y hasta decidía el menú del día,
porque ellas acostumbraban a preguntarme, “Nene que queres comer hoy”
Estaban obligados a negociar conmigo. Si querían
cambiar de menú antes debían pasar por mí.
Lo que no hacían era malcriarme. En especial, en
aspectos que recaen luego en aquellos que son demasiado sobreprotegidos, así
que no me permitían una sola mariconeada. Comer se como todo hasta terminar,
porque hay gente pobre carajo, que no tiene ni para comer, y vos no podes
quejarte de esta sopa de verduras ¡!!!!
Mucho menos me dejaban lagrimear si las ramas de un
árbol, habían dejado marcas en mis rodillas. Hágase Hombre Mierda ¡!!! Y me
mandaban enseguida con el Tío Negro, casado con la Chicha y con el Abuelo
David, que estaban por el campo.
La tía Chicha, vivía en el campo. En Moquehua y tenía
dos hijas, mis primas María Elena y Silvia. Eran de avanzada. Trepaban árboles,
cazaban con escopeta, ordeñaban vacas, fumaban y manejaban ¡!!! Unas adelantadas para mí, que
miraba todo aquello con sorpresa y pase a ser devoto de mis primas.
El resto del Universo lo completaban los hijos de la
Coca y David. Malena, mi Madre, Patricio y Julia, quien por la cercanía de
edad, era más mi hermana que mi tía.
Ambas tenían formas parecidas, aunque eran claramente
distintas. Pero el factor común las identificaba. Claro habían sido cortadas
por la misma tijera, entonces, estaba siempre presente, la Panadería del Tío
Andres, y almacén de ramos generales, que la familia de Anta llegó a tener,
frente a la plaza de Villa Moll.
Estaban acostumbradas a cocinar todo, bien, rico y
abundante. Porque siempre cocinaban para más de 8 que eran los que de mínima se
sentaban a sus mesas. Las pastas eran una delicia. Las amasaban del día
anterior, y las dejaban reposar toda la noche. Cuando te despertabas al otro
día, estaba toda la mesa enharinada con las pastas extendidas, y un aroma a
tuco casero que hasta hoy perdura en mi memoria.
Si la pasta era rellena, al relleno, no le decían
relleno, sino picadillo. Y le ponían de TODO ¡!!!
Las conservas, los dulces, los sanguches de miga, la
mayonesa, la manteca, la crema. Todo pasaba por sus manos.
Yo acostumbraba a darles vueltas a su alrededor, más
cuando estaban en esos quehaceres, porque siempre algo ligaba, también algún
trompazo o un reto, si me pasaba de la raya.
Salir a buscar agua en el campo, era una aventura
maravillosa. La Chicha, tenía una jarrita y tenías que ir hasta el aljibe, que
cerca tenía una bomba manual donde le dabas y le dabas y salía el agua
fresquita, que antes de llenar la jarra, tomabas con la mano que te quedaba
libre, porque además de rica estaba helada. Ese pozo de agua, con el aljibe,
fue el pozo de los deseos en los cuales, pedía para que se cumplieran mis
sueños, alentado por mi madre, y años después hice lo mismo con mis hijas bajo
la atenta mirada de mi madre.
Las fiestas o reuniones eran para ellas un momento que
disfrutaban mucho y entonces cuando salían, se tiraban el ropero encima. Se
pintaban como cuadros al óleo, y les encantaban las pulseras, los collares y
los aros.
Coca, se pintaba los labios al rojo vivo, y cuando me
daba un beso, dejaba el labial en mi cachete. Acostumbraba a hacer sonar sus
pulseras y siempre con su sonrisa, me preguntaba “Nene te gusta lo que me
puse”, y tenía que adivinar que era, que por lo general era algún colgante o
aplique que lucía en su blusa.
Chicha, era más quejosa. En realidad fastidiosa. Su
lamento era reconocido, porque arrastraba la voz, con un permanente UUUUJUUUUUHHHHMMMMM
…!!!! Que anteponía a toda frase que decía, en especial, si era para llamar la
atención.
Tenían calidez, y conversación y sabían relacionarse
con todos, porque eran muy buenas anfitrionas. Cuando iban de visita, siempre
llevaban un obsequio y en algunas oportunidades, se quedaban a dormir porque el
viaje de esa visita era largo.
Cuando pasaba los días en casa de Chicha en el Campo,
era una delicia. Me dejaban hacer de todo, aunque en realidad me consolidaba en
mano de obra barata que la Chicha aprovechaba muy bien, porque me hacía cortar
el ligustro, darle de comer a los chanchos, levantar las hojas del Patio de
Magnolias, cortar el pasto, levantar los huevos, echar el ternero y todo lo que
más podía Fuera de la casa, que no te dejaba pisar durante el día, porque la
mantenía IMPECABLE. Te hacía descalzar antes de entrar.
Durante las actividades que me encomendaba, como todo
chico, me distraía o no le daba pelota. Ella se me aparecía escondida por
detrás de algún arbusto, y me pegaba flor de grito, que me obligaba a
reaccionar rápidamente y retomar mis labores. Es que lo que estaba haciendo, no
era ayudar, sino que eran todos juegos nuevos para mí. Entrar al depósito de
los granos de maíz, era hermoso. Cuando les contaba a mis amigos, obviamente no
podían llegar a entender, lo que significaba ese entretenimiento. Pero a mí me
fascinaba. Igual que ir al monte con el hacha. Era sentirme grande, importante.
Otra cosa que me sacaba el sueño, era la escopeta que mi Tío Negro tenía
colgada en la pared del comedor. Me quedaba horas mirándola, como esperando que
alguno se diera cuenta que quería tenerla en mis manos. Pero nunca me dejaron
hacerlo.
En la casa de mi tía había varios lugares donde
fantaseaba llegar. Pero el más deseado era su ropero. Arriba de todo, guardaba
siempre una caja de caramelos de leche y nueces, duros y difíciles de masticar,
que solía degustar por las noches. Esperaba ese momento, porque desde la cama,
me hacía señas con sus manos, para que vaya, y yo que sabía para que era, no me
hacía rogar. Tenía que aguantarme un ratito, porque previamente, me sentaba en
la cama, junto a ella, y me daba conversación. Me preguntaba si me había
gustado lo que había hecho durante el día, y me confiaba a modo de secreto, que
el tío estaba muy contento conmigo y mañana me llevaría hasta lo de Rolando su
Hermano a caballo. Y entonces, si, ahí me decía lo esperado. “Nene, abrí esa
puerta….”
Le llevaba la caja, y ella la abría, y me decía “agárrate
uno”, para despedirme con un beso y un reto nocturno, que era más para dejarles
en claro al resto que la cosa estaba brava. Una estrategia que como todos le
conocíamos le aguantábamos el sermón y nos reíamos a escondidas.
Coca tenía procederes parecidos. Se acostaba y se
llevaba un vaso de agua a la mesa de luz. Te llamaba desde su pieza, y desde
luego, también esperaba ese llamado, porque seguro algo se traía la Coca entre
manos.
Una noche, me hizo que le diera cuerda a la cajita de
música, que era un pianito muy bonito, y me preguntó si me gustaba la melodía.
Después me hacía sentar a su lado, en la cama, y me secreteaba lo que tenía
pensado hacer, para buscar mi aprobación.-
Mi Abuela Coca, acostumbraba a decirme “Nene”, y mi
tía Chicha también
Con su cantito provinciano, le asignaban un aroma de
frescura y de ternura únicos. Sus berrinches eran tan insistentes como
infantiles, por eso me llevaba bien con ellas, porque las comprendía, y en lo
que estaba a mi alcance les satisfacía gran parte de sus requerimientos, que
oscilaban entre comprar pan, pero en una panadería alejada, hasta conseguir
pasas de uvas, pasando por barrer la casa hasta ponerte algo que ellas querían
que vos lucieras. Ni hablar si me pedían que toque la guitarra delante de
todos. Eso me costaba muchísimo, pero por ellas era capaz de todo, hasta de pasar
vergüenza, porque me daba un enorme placer, verlas sentadas en un rincón,
cruzadas de piernas, sonriendo y mirando a todos como diciendo, Vieron al Nene
lo bien que canta ¡!!!
El día que vino mi Vieja, y nos pidió a mí y a mi
hermana, que nos arreglemos para la abuela, que quería vernos bailar con los
trajes de Gaucho y paisana, pusimos el grito en el cielo.
Pero era para la Abuela Coca, así que mis viejos
insistieron, que no podíamos hacerle ese desprecio a la abuela, más si era ella
que lo había pedido especialmente. Así que ese día, llevaron al público al
patio, para esperar por los bailarines, que estaban produciéndose en la pieza, refunfuñando,
porque no teníamos tocadiscos, para pasar la música folclórica así que
estábamos rompiéndonos la cabeza en como haríamos, para complacer a la Abuela.
Mi Viejo ofició de Maestro de Ceremonias y realizó la
presentación al público presente, entre los que se encontraban, el Tío Carlos,
ceremonial y sonriente, la Tía Margarita, Salvador y María Elena, sentados en
un costado, muy elegantes y primos y parientes en general, arengando a los
gritos y aplaudiendo, como gastando a cuenta del espectáculo por venir.
Nosotros espiábamos por las cortinas de la cocina, y
allí estaba la Coca, sentada en primera fila, como acostumbraba a estar en
todos los shows que nos presentábamos con el Ballet de la Municipalidad de San
Martín, a cargo del Profesor y Director, Osvaldo Castro Lucero, pero ahora en el
patio de casa.
Arreglamos con mi hermana, de hacer el cierre, el
final que acostumbrábamos a hacer con el Ballet. El malambo. Así que salimos
por la puerta de la cocina, y la ovación se escuchó desde la Estación de
trenes, y la Coca aplaudía y vitoreaba a su Nene, y ahí nomás me largué con el
zapateo, haciendo sonar las espuelas, y taconeando con todas mis fuerzas.
Mi hermana, zarandeaba al compás de mis repiqueteos y
acompañaba con gracia todo cuanto mi repertorio desparramaba en las baldosas
del patio.
Una fiesta que se armó a partir de mi abuela, que
sabía mucho de armar buenos momentos.
Siempre había un momento donde Coca y Chicha, estaban
liderando la situación, ya sea cocinando, conversando, o paseando.
Les encantaba pasear, ir de visita y les encantaba
recibir visitas.
Los almuerzos eran veladas extensas, con risotadas, y
conversaciones cruzadas, y siempre, pero siempre, al desviar mi mirada, me
encontraba con la mirada atenta de Coca y Chicha hacia mí.
Era una delicia, verlas disfrutar cuando todos los
comensales, les hacíamos honor a sus comidas, y en mi caso más aún, que si no
comía por lo menos 3 platos más el postre que habían preparado ellas mismas, no
quedaban satisfechas. Por el contrario, uno quedaba repleto de tanto que había
comido, y no quedaban allí las cosas. Porque a las dos horas, se venía la leche
o el mate, con más manjares, por lo general algún dulce, o higos en almíbar, y
cuando estabas merendando, ya te hacían la encuesta de que querías comer a la
noche.
También le dedicaban un espacio a sus labores
manuales, y entonces me utilizaban para sostener con ambas manos las madejas de
lana, que con paciencia de monje del Tíbet, se pasaban las tardes haciendo los
ovillos, con los cuales después me tejían pullovers, bufandas, gorros, guantes
y hasta zoquetes.
Sabían tejer con agujas, al crochet, y cuando
aparecieron las máquinas de tejer, mi tía Julia, se compró una, y se la
criticaron toda, porque no era tan puntillosa como sus hechuras manuales.
La máquina de coser de mi abuela Coca, es un clásico
familiar, como la biblioteca de mi abuelo y las jarras de vino; había dos, un
pingüino y un viejo barbado. Que lucían en el mueble, apenas entrabas a la
casa.
Cuando acostumbraba a llegar a la casa de mi abuela
Coca, era tal su alegría, que uno iba predispuesto a pasarla bien. Te sentaba a
su lado, y empezaba a preguntarte por todo. Algunas veces, intentaba un ensayo
de reto, porque, claro, éramos chicos con mi hermana, y no podíamos estar mucho
tiempo sentados…éramos inquietos, y empezábamos a movernos, a pedir agua,
cosas, que entonces la Coca, te decía con el ceño fruncido “Mira Nene, esta
semana vino la Quita, con la nieta, y vieras lo bien que se portó”…como dando
un parámetro de comportamiento cívico, que por supuesto no creíamos y entonces
venía un intento de justicia por mano propia, que nunca llegaba a destino,
porque en ese momento teníamos habilidades y movimientos rápidos, que no podían
hacer que acierten en el blanco.
La Chicha, era más ágil que la Coca, y alguna vez nos
llegó a correr, o con la ojota en la mano, y hasta un palo del trapo de piso,
porque habíamos entrado a la casa antes que ella lo permitiera.
A mí también me corrió un día que me descubrió tirando
los nísperos del árbol, y vieran que bicha que era, que no me di cuenta de su
presencia, sino hasta que me tuvo a distancia de sus manos, y me agarró como
para que no salga corriendo, y ahí me salvó mi prima Silvia, que también quería
comer nísperos y entonces no le quedó otra que soltarme, no sin antes llevarse
algunos en su delantal, y probando uno que a su decir y entender “Nene, todavía
no están maduros estos, tírale a los del otro lado…..”
Era chiquita la Chicha, los piecitos eran de un
liliputiense, y era muy graciosa en sus dichos y sobre todo en sus movimientos
y constantes quejidos fastidiosos.
Pero era capaz de animar una fiesta ella sola. Empezaba
tibiecita, y empezaba a tomar carrera de a poquito, hasta que se soltaba y
empezaba su acto tan particular que por su derroche de alegría, y movimientos
danzarines te reías solo en un costado.
Un día, sábado, de fiesta, estaba preparándose para
lucir lo mejor, y para no quedar menos ante las “otras”, que asistirían
también. Así que pasó casi toda la tarde, sacando todo del ropero, para
probarse lo mejor.
Casi que tenía el vestido elegido, pero le faltaba
algo. Algo que le quitó el respiro, y comenzó entonces a girar su fastidio
entorno a todo quien se encuentre cerca, y si era mi Tío Negro, mejor. Pero lo
peor, es que ninguno sabía que le pasaba. Es decir, todos sabíamos de su
fastidio y quejoso lamento, pero hasta adivinar el porqué, podía pasar el día
entero.
Entonces, ese día, mi tío estaba en el lavadero, que
estaba apenas ingresabas a la casa, sentadito en un banquito haciendo labores
de zapatero, reparando algún que otro calzado, y la Chicha, se pasaba por el
pasillo, portando su lamento, y justo al pasar frente a él, a exactos 90°,
lanzaba su famoso y conocido reclamo en forma de queja…UUUUJUUUUUHHHHMMMMM
…!!!!
De ida y de vuelta, con una cadencia, cuyo sincronismo
era de tal precisión, que si los suizos la hubieran ubicado, o la ciencia se
hubiera esmerado, hoy estaríamos sabiendo mucho más acerca del reloj biológico,
porque como si fuera parte de un cálculo, lanzaba ese quejido, exactamente al
momento que pasaba frente al tío Negro, lanzando ese molesto ruido, sin cesar.
El Negro, sabiendo el posible origen, solo atinaba a
levantar la vista por encima de sus anteojos, sin decir palabra.
Ese movimiento duró hasta que la paciencia y el
trabajo de zapatero del Negro finalizaron, y al pasar frente a él, le dice,
“Chicha, que te pasa…???!!”, a lo que responde “Nada, UUUUJUUUUUHHHHMMMMM, para
la fiesta de hoy a la noche, no tengo nada que me cuelgue y haga ruido”.
La respuesta del Negro, se encuentra en los anales de
la picardía criolla, rápido de reflejos, como buen arquero que era, le
respondió “Colgate un Grillo….”. Claro, la Chicha, quería aros, collares,
pulseras y todo cuanto pueda brillar y hacer sonar, porque en su persona eso
era un distingo. Chicha era una pandereta humana, y no podía otorgar la más
mínima ventaja ante sus competidoras.
La Coca, era un poco menos bulliciosa, pero también
era festiva y alegre.
Era tan agradable al conversar, que le disculpábamos
cualquier error que pudiera llegar a incurrir, pero de todos modos, no dejaba
de causarnos gracia y soltábamos la carcajada. Coca acostumbraba a decir, al
momento de dormir la siesta “CIERREN LOS OJOS y MIREN PARA EL TECHO”, cosa que
sabíamos interpretar, en cuanto a que quería decirnos, pero ante semejante
contradicción, no podíamos más que reírnos. Cuando realizaba sus consultas al
Médico, cuando te contaba, te decía “Nene, ayer fui al Dotor”, así empezaba y
cuando te decía que la “Diabetes” era cosa fea. Tenía un cuchillito, muy
chiquito, que había quedado así después de muchas afiladas, y cortaba como un
bisturí. Ella sola lo usaba, en especial, para pelar fruta, que dejaba
cualquier hollejo para secar al sol, y ponerlo en la yerba, y si te animabas a
jugar, armabas la fruta nuevamente, porque era un corte quirúrgico. Usaba
siempre el mismo repasador; para cocinar, para el mate, para todo. Cuando me
limpiaba la cara, al terminar de comer, primero se pasaba el repasador ella,
así que era una lucha de titanes, entre ambos. Ella por limpiarme y yo por
zafar.
En una reunión, estaba Chicha, sentada en un sillón,
con una cara de fastidio, que nadie quería preguntar, porque sabían el
desenlace, y entonces para que complicarse la vida. Yo la miraba desde un
rincón de la casa de mi abuela, y me acerqué a preguntarle que le pasaba.
“UUUUJUUUUUHHHHMMMMM, haaayyy neeene, me siento mal del estómago, y ahora
vienen las masas, y me las voy a perder….”, para la Chicha, eso era cuestión de
estado.
Era tanto el amor que desparramaban, y tanto lo que
querían a su familia, que dejaron su legado para toda la vida. Coca nos dejó en
Octubre del ’92 y Chicha en Enero de 2005. Todos los días están presentes en mi
vida. En cada anécdota, en cada paso que doy. Fueron mentoras de todo cuanto
puedo mostrar como persona. Son dueñas de todo cuanto pueda recordar de mi
infancia, y han sido la voz mandante de un matriarcado que lideró la familia
por años, y dejó su sello en cada uno de sus componentes. Todos en la familia, tienen
algo de Coca y Chicha.
Cómo es aquello de de los caracteres genéticos, como
prevalecen y cuanto pesan al momento de ejecutar su dominio, y hacerse presente
en la historia, para ver en mis hijas que están con nosotros todos los días,
para siempre.
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