martes, 24 de junio de 2014

Coca y Chicha

La historia con los parentescos es un misterio de la vida. En mi caso agradezco y valoro pero más que nada marcaron profundamente todo cuanto he vivido y transitado.
 
La connotación social, tal vez, el modelo de familia que por aquel entonces moderaba el común denominador de todas las familias argentinas, generó una especie dentro de la mía, que por su carácter distintivo, nos ponía en otra dimensión, más cuando las protagonistas se erigieron en líderes naturales y tomaron el timón, estableciendo un matriarcado donde todos nos acomodamos.

El amor, que brindaban era directamente proporcional a los dislates y pseudo castigos, que imponían, que adquirían matices de disparate, cuando por ahí la Chicha, me mandaba a cortar el ligustro, o la Coca a comprar pan, siendo esas las penas más representativas de sus variadas condenas y para que sientas que la cosa venía muy en serio, lo imponían a través de un ceño fruncido y un movimiento de manos, como que fueran a darte un chirlo, que nunca llegaba a destino.

Una conversación con Coca y Chicha, era un verdadero placer, pero a la vez, una diversión impensada, un paseo por la fantasía de la palabra y los sueños.

Coca, en realidad Antonia, había nacido en Junio de 1918 en Villa Moll, una pequeña localidad de la provincia de Buenos Aires. Chicha (la Chicha), en realidad Elena, había nacido en la misma localidad pero en 1929, y era la menor de los 6 hermanos, que por entonces, y a raíz de una serie de enfermedades solo habían quedado 3 de ellos. El otro hermano, era Maximino Andrés, el Coco, otro personaje de la familia, que mi madre nos impregnó con sus historias y dichos en aquellas tardes de siestas y noches con sueños para vivir, ya que había sido criada con ellos, junto con su Abuela Elena, Madre de Coca, Chicha y Coco, y era la mimada de la familia.

La abuela Elena, había sido embarcada a los 14 años, en un puerto de España, desbastada por el hambre y la miseria, por su madre, a buscar otros destinos donde corra mejor suerte. Solita llegó hasta Buenos Aires, y de allí a Villa Moll, donde trabajó a destajo y formo su familia junto a Antonino de Anta.
 
Yo llegué al mundo, cuando ellas ya gobernaban a su gusto la Familia, y como fui el primer nieto y sobrino nieto, me adoptaron como propio, porque el hijo de la Malena y desplacé a todos y gané el primer lugar en el afecto de estas mujeres, que me llevaron al sitial de honor, de sentarme al lado de quien ocupaba la cabecera de la mesa. Mi Abuelo David. Desde allí juzgaba y oteaba como era eso de estar arriba y hasta decidía el menú del día, porque ellas acostumbraban a preguntarme, “Nene que queres comer hoy”

Estaban obligados a negociar conmigo. Si querían cambiar de menú antes debían pasar por mí.

Lo que no hacían era malcriarme. En especial, en aspectos que recaen luego en aquellos que son demasiado sobreprotegidos, así que no me permitían una sola mariconeada. Comer se como todo hasta terminar, porque hay gente pobre carajo, que no tiene ni para comer, y vos no podes quejarte de esta sopa de verduras ¡!!!!

Mucho menos me dejaban lagrimear si las ramas de un árbol, habían dejado marcas en mis rodillas. Hágase Hombre Mierda ¡!!! Y me mandaban enseguida con el Tío Negro, casado con la Chicha y con el Abuelo David, que estaban por el campo.

La tía Chicha, vivía en el campo. En Moquehua y tenía dos hijas, mis primas María Elena y Silvia. Eran de avanzada. Trepaban árboles, cazaban con escopeta, ordeñaban vacas, fumaban  y manejaban ¡!!! Unas adelantadas para mí, que miraba todo aquello con sorpresa y pase a ser devoto de mis primas.

El resto del Universo lo completaban los hijos de la Coca y David. Malena, mi Madre, Patricio y Julia, quien por la cercanía de edad, era más mi hermana que mi tía.

Ambas tenían formas parecidas, aunque eran claramente distintas. Pero el factor común las identificaba. Claro habían sido cortadas por la misma tijera, entonces, estaba siempre presente, la Panadería del Tío Andres, y almacén de ramos generales, que la familia de Anta llegó a tener, frente a la plaza de Villa Moll.

Estaban acostumbradas a cocinar todo, bien, rico y abundante. Porque siempre cocinaban para más de 8 que eran los que de mínima se sentaban a sus mesas. Las pastas eran una delicia. Las amasaban del día anterior, y las dejaban reposar toda la noche. Cuando te despertabas al otro día, estaba toda la mesa enharinada con las pastas extendidas, y un aroma a tuco casero que hasta hoy perdura en mi memoria.

Si la pasta era rellena, al relleno, no le decían relleno, sino picadillo. Y le ponían de TODO ¡!!!

Las conservas, los dulces, los sanguches de miga, la mayonesa, la manteca, la crema. Todo pasaba por sus manos.

Yo acostumbraba a darles vueltas a su alrededor, más cuando estaban en esos quehaceres, porque siempre algo ligaba, también algún trompazo o un reto, si me pasaba de la raya.

Salir a buscar agua en el campo, era una aventura maravillosa. La Chicha, tenía una jarrita y tenías que ir hasta el aljibe, que cerca tenía una bomba manual donde le dabas y le dabas y salía el agua fresquita, que antes de llenar la jarra, tomabas con la mano que te quedaba libre, porque además de rica estaba helada. Ese pozo de agua, con el aljibe, fue el pozo de los deseos en los cuales, pedía para que se cumplieran mis sueños, alentado por mi madre, y años después hice lo mismo con mis hijas bajo la atenta mirada de mi madre.

Las fiestas o reuniones eran para ellas un momento que disfrutaban mucho y entonces cuando salían, se tiraban el ropero encima. Se pintaban como cuadros al óleo, y les encantaban las pulseras, los collares y los aros.

Coca, se pintaba los labios al rojo vivo, y cuando me daba un beso, dejaba el labial en mi cachete. Acostumbraba a hacer sonar sus pulseras y siempre con su sonrisa, me preguntaba “Nene te gusta lo que me puse”, y tenía que adivinar que era, que por lo general era algún colgante o aplique que lucía en su blusa.

Chicha, era más quejosa. En realidad fastidiosa. Su lamento era reconocido, porque arrastraba la voz, con un permanente UUUUJUUUUUHHHHMMMMM …!!!! Que anteponía a toda frase que decía, en especial, si era para llamar la atención.

Tenían calidez, y conversación y sabían relacionarse con todos, porque eran muy buenas anfitrionas. Cuando iban de visita, siempre llevaban un obsequio y en algunas oportunidades, se quedaban a dormir porque el viaje de esa visita era largo.

Cuando pasaba los días en casa de Chicha en el Campo, era una delicia. Me dejaban hacer de todo, aunque en realidad me consolidaba en mano de obra barata que la Chicha aprovechaba muy bien, porque me hacía cortar el ligustro, darle de comer a los chanchos, levantar las hojas del Patio de Magnolias, cortar el pasto, levantar los huevos, echar el ternero y todo lo que más podía Fuera de la casa, que no te dejaba pisar durante el día, porque la mantenía IMPECABLE. Te hacía descalzar antes de entrar.

Durante las actividades que me encomendaba, como todo chico, me distraía o no le daba pelota. Ella se me aparecía escondida por detrás de algún arbusto, y me pegaba flor de grito, que me obligaba a reaccionar rápidamente y retomar mis labores. Es que lo que estaba haciendo, no era ayudar, sino que eran todos juegos nuevos para mí. Entrar al depósito de los granos de maíz, era hermoso. Cuando les contaba a mis amigos, obviamente no podían llegar a entender, lo que significaba ese entretenimiento. Pero a mí me fascinaba. Igual que ir al monte con el hacha. Era sentirme grande, importante. Otra cosa que me sacaba el sueño, era la escopeta que mi Tío Negro tenía colgada en la pared del comedor. Me quedaba horas mirándola, como esperando que alguno se diera cuenta que quería tenerla en mis manos. Pero nunca me dejaron hacerlo.

En la casa de mi tía había varios lugares donde fantaseaba llegar. Pero el más deseado era su ropero. Arriba de todo, guardaba siempre una caja de caramelos de leche y nueces, duros y difíciles de masticar, que solía degustar por las noches. Esperaba ese momento, porque desde la cama, me hacía señas con sus manos, para que vaya, y yo que sabía para que era, no me hacía rogar. Tenía que aguantarme un ratito, porque previamente, me sentaba en la cama, junto a ella, y me daba conversación. Me preguntaba si me había gustado lo que había hecho durante el día, y me confiaba a modo de secreto, que el tío estaba muy contento conmigo y mañana me llevaría hasta lo de Rolando su Hermano a caballo. Y entonces, si, ahí me decía lo esperado. “Nene, abrí esa puerta….”

Le llevaba la caja, y ella la abría, y me decía “agárrate uno”, para despedirme con un beso y un reto nocturno, que era más para dejarles en claro al resto que la cosa estaba brava. Una estrategia que como todos le conocíamos le aguantábamos el sermón y nos reíamos a escondidas.

Coca tenía procederes parecidos. Se acostaba y se llevaba un vaso de agua a la mesa de luz. Te llamaba desde su pieza, y desde luego, también esperaba ese llamado, porque seguro algo se traía la Coca entre manos.

Una noche, me hizo que le diera cuerda a la cajita de música, que era un pianito muy bonito, y me preguntó si me gustaba la melodía. Después me hacía sentar a su lado, en la cama, y me secreteaba lo que tenía pensado hacer, para buscar mi aprobación.-

Mi Abuela Coca, acostumbraba a decirme “Nene”, y mi tía Chicha también

Con su cantito provinciano, le asignaban un aroma de frescura y de ternura únicos. Sus berrinches eran tan insistentes como infantiles, por eso me llevaba bien con ellas, porque las comprendía, y en lo que estaba a mi alcance les satisfacía gran parte de sus requerimientos, que oscilaban entre comprar pan, pero en una panadería alejada, hasta conseguir pasas de uvas, pasando por barrer la casa hasta ponerte algo que ellas querían que vos lucieras. Ni hablar si me pedían que toque la guitarra delante de todos. Eso me costaba muchísimo, pero por ellas era capaz de todo, hasta de pasar vergüenza, porque me daba un enorme placer, verlas sentadas en un rincón, cruzadas de piernas, sonriendo y mirando a todos como diciendo, Vieron al Nene lo bien que canta ¡!!!

El día que vino mi Vieja, y nos pidió a mí y a mi hermana, que nos arreglemos para la abuela, que quería vernos bailar con los trajes de Gaucho y paisana, pusimos el grito en el cielo.

Pero era para la Abuela Coca, así que mis viejos insistieron, que no podíamos hacerle ese desprecio a la abuela, más si era ella que lo había pedido especialmente. Así que ese día, llevaron al público al patio, para esperar por los bailarines, que estaban produciéndose en la pieza, refunfuñando, porque no teníamos tocadiscos, para pasar la música folclórica así que estábamos rompiéndonos la cabeza en como haríamos, para complacer a la Abuela.

Mi Viejo ofició de Maestro de Ceremonias y realizó la presentación al público presente, entre los que se encontraban, el Tío Carlos, ceremonial y sonriente, la Tía Margarita, Salvador y María Elena, sentados en un costado, muy elegantes y primos y parientes en general, arengando a los gritos y aplaudiendo, como gastando a cuenta del espectáculo por venir.

Nosotros espiábamos por las cortinas de la cocina, y allí estaba la Coca, sentada en primera fila, como acostumbraba a estar en todos los shows que nos presentábamos con el Ballet de la Municipalidad de San Martín, a cargo del Profesor y Director, Osvaldo Castro Lucero, pero ahora en el patio de casa.

Arreglamos con mi hermana, de hacer el cierre, el final que acostumbrábamos a hacer con el Ballet. El malambo. Así que salimos por la puerta de la cocina, y la ovación se escuchó desde la Estación de trenes, y la Coca aplaudía y vitoreaba a su Nene, y ahí nomás me largué con el zapateo, haciendo sonar las espuelas, y taconeando con todas mis fuerzas.

Mi hermana, zarandeaba al compás de mis repiqueteos y acompañaba con gracia todo cuanto mi repertorio desparramaba en las baldosas del patio.

Una fiesta que se armó a partir de mi abuela, que sabía mucho de armar buenos momentos.

Siempre había un momento donde Coca y Chicha, estaban liderando la situación, ya sea cocinando, conversando, o paseando.

Les encantaba pasear, ir de visita y les encantaba recibir visitas.

Los almuerzos eran veladas extensas, con risotadas, y conversaciones cruzadas, y siempre, pero siempre, al desviar mi mirada, me encontraba con la mirada atenta de Coca y Chicha hacia mí.

Era una delicia, verlas disfrutar cuando todos los comensales, les hacíamos honor a sus comidas, y en mi caso más aún, que si no comía por lo menos 3 platos más el postre que habían preparado ellas mismas, no quedaban satisfechas. Por el contrario, uno quedaba repleto de tanto que había comido, y no quedaban allí las cosas. Porque a las dos horas, se venía la leche o el mate, con más manjares, por lo general algún dulce, o higos en almíbar, y cuando estabas merendando, ya te hacían la encuesta de que querías comer a la noche.

También le dedicaban un espacio a sus labores manuales, y entonces me utilizaban para sostener con ambas manos las madejas de lana, que con paciencia de monje del Tíbet, se pasaban las tardes haciendo los ovillos, con los cuales después me tejían pullovers, bufandas, gorros, guantes y hasta zoquetes.

Sabían tejer con agujas, al crochet, y cuando aparecieron las máquinas de tejer, mi tía Julia, se compró una, y se la criticaron toda, porque no era tan puntillosa como sus hechuras manuales.

La máquina de coser de mi abuela Coca, es un clásico familiar, como la biblioteca de mi abuelo y las jarras de vino; había dos, un pingüino y un viejo barbado. Que lucían en el mueble, apenas entrabas a la casa.

Cuando acostumbraba a llegar a la casa de mi abuela Coca, era tal su alegría, que uno iba predispuesto a pasarla bien. Te sentaba a su lado, y empezaba a preguntarte por todo. Algunas veces, intentaba un ensayo de reto, porque, claro, éramos chicos con mi hermana, y no podíamos estar mucho tiempo sentados…éramos inquietos, y empezábamos a movernos, a pedir agua, cosas, que entonces la Coca, te decía con el ceño fruncido “Mira Nene, esta semana vino la Quita, con la nieta, y vieras lo bien que se portó”…como dando un parámetro de comportamiento cívico, que por supuesto no creíamos y entonces venía un intento de justicia por mano propia, que nunca llegaba a destino, porque en ese momento teníamos habilidades y movimientos rápidos, que no podían hacer que acierten en el blanco.

La Chicha, era más ágil que la Coca, y alguna vez nos llegó a correr, o con la ojota en la mano, y hasta un palo del trapo de piso, porque habíamos entrado a la casa antes que ella lo permitiera.

A mí también me corrió un día que me descubrió tirando los nísperos del árbol, y vieran que bicha que era, que no me di cuenta de su presencia, sino hasta que me tuvo a distancia de sus manos, y me agarró como para que no salga corriendo, y ahí me salvó mi prima Silvia, que también quería comer nísperos y entonces no le quedó otra que soltarme, no sin antes llevarse algunos en su delantal, y probando uno que a su decir y entender “Nene, todavía no están maduros estos, tírale a los del otro lado…..”

Era chiquita la Chicha, los piecitos eran de un liliputiense, y era muy graciosa en sus dichos y sobre todo en sus movimientos y constantes quejidos fastidiosos.

Pero era capaz de animar una fiesta ella sola. Empezaba tibiecita, y empezaba a tomar carrera de a poquito, hasta que se soltaba y empezaba su acto tan particular que por su derroche de alegría, y movimientos danzarines te reías solo en un costado.

Un día, sábado, de fiesta, estaba preparándose para lucir lo mejor, y para no quedar menos ante las “otras”, que asistirían también. Así que pasó casi toda la tarde, sacando todo del ropero, para probarse lo mejor.

Casi que tenía el vestido elegido, pero le faltaba algo. Algo que le quitó el respiro, y comenzó entonces a girar su fastidio entorno a todo quien se encuentre cerca, y si era mi Tío Negro, mejor. Pero lo peor, es que ninguno sabía que le pasaba. Es decir, todos sabíamos de su fastidio y quejoso lamento, pero hasta adivinar el porqué, podía pasar el día entero.

Entonces, ese día, mi tío estaba en el lavadero, que estaba apenas ingresabas a la casa, sentadito en un banquito haciendo labores de zapatero, reparando algún que otro calzado, y la Chicha, se pasaba por el pasillo, portando su lamento, y justo al pasar frente a él, a exactos 90°, lanzaba su famoso y conocido reclamo en forma de queja…UUUUJUUUUUHHHHMMMMM …!!!!

De ida y de vuelta, con una cadencia, cuyo sincronismo era de tal precisión, que si los suizos la hubieran ubicado, o la ciencia se hubiera esmerado, hoy estaríamos sabiendo mucho más acerca del reloj biológico, porque como si fuera parte de un cálculo, lanzaba ese quejido, exactamente al momento que pasaba frente al tío Negro, lanzando ese molesto ruido, sin cesar.

El Negro, sabiendo el posible origen, solo atinaba a levantar la vista por encima de sus anteojos, sin decir palabra.

Ese movimiento duró hasta que la paciencia y el trabajo de zapatero del Negro finalizaron, y al pasar frente a él, le dice, “Chicha, que te pasa…???!!”, a lo que responde “Nada, UUUUJUUUUUHHHHMMMMM, para la fiesta de hoy a la noche, no tengo nada que me cuelgue y haga ruido”.

La respuesta del Negro, se encuentra en los anales de la picardía criolla, rápido de reflejos, como buen arquero que era, le respondió “Colgate un Grillo….”. Claro, la Chicha, quería aros, collares, pulseras y todo cuanto pueda brillar y hacer sonar, porque en su persona eso era un distingo. Chicha era una pandereta humana, y no podía otorgar la más mínima ventaja ante sus competidoras.

La Coca, era un poco menos bulliciosa, pero también era festiva y alegre.

Era tan agradable al conversar, que le disculpábamos cualquier error que pudiera llegar a incurrir, pero de todos modos, no dejaba de causarnos gracia y soltábamos la carcajada. Coca acostumbraba a decir, al momento de dormir la siesta “CIERREN LOS OJOS y MIREN PARA EL TECHO”, cosa que sabíamos interpretar, en cuanto a que quería decirnos, pero ante semejante contradicción, no podíamos más que reírnos. Cuando realizaba sus consultas al Médico, cuando te contaba, te decía “Nene, ayer fui al Dotor”, así empezaba y cuando te decía que la “Diabetes” era cosa fea. Tenía un cuchillito, muy chiquito, que había quedado así después de muchas afiladas, y cortaba como un bisturí. Ella sola lo usaba, en especial, para pelar fruta, que dejaba cualquier hollejo para secar al sol, y ponerlo en la yerba, y si te animabas a jugar, armabas la fruta nuevamente, porque era un corte quirúrgico. Usaba siempre el mismo repasador; para cocinar, para el mate, para todo. Cuando me limpiaba la cara, al terminar de comer, primero se pasaba el repasador ella, así que era una lucha de titanes, entre ambos. Ella por limpiarme y yo por zafar.

En una reunión, estaba Chicha, sentada en un sillón, con una cara de fastidio, que nadie quería preguntar, porque sabían el desenlace, y entonces para que complicarse la vida. Yo la miraba desde un rincón de la casa de mi abuela, y me acerqué a preguntarle que le pasaba. “UUUUJUUUUUHHHHMMMMM, haaayyy neeene, me siento mal del estómago, y ahora vienen las masas, y me las voy a perder….”, para la Chicha, eso era cuestión de estado.

Era tanto el amor que desparramaban, y tanto lo que querían a su familia, que dejaron su legado para toda la vida. Coca nos dejó en Octubre del ’92 y Chicha en Enero de 2005. Todos los días están presentes en mi vida. En cada anécdota, en cada paso que doy. Fueron mentoras de todo cuanto puedo mostrar como persona. Son dueñas de todo cuanto pueda recordar de mi infancia, y han sido la voz mandante de un matriarcado que lideró la familia por años, y dejó su sello en cada uno de sus componentes. Todos en la familia, tienen algo de Coca y Chicha.

Cómo es aquello de de los caracteres genéticos, como prevalecen y cuanto pesan al momento de ejecutar su dominio, y hacerse presente en la historia, para ver en mis hijas que están con nosotros todos los días, para siempre.

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