domingo, 3 de agosto de 2025

El día del zapato (relato épico)

“De atrás se lo ve grande, pero cuando ingresas te das cuenta que no es tan así” no dejaba de repetir incomodado el compañero, por el escaso espacio que decía tener en la parte trasera de la camioneta rentada. El observador anónimo, dos veces más grande en tamaño, ni una queja esbozó por ese detalle, pero si, quedó pensando en la frase “de atrás se lo ve grande y cuando te acomodas te das cuenta que no es tan así” que llevaron su imaginación a límites inimaginables

Claramente, el compañero, había quedado molesto, por aquel episodio en la mañana del mismo día, donde uno de sus zapatos había sido atrapado en la escalera mecánica del aeropuerto, destrozándolo por completo

El tono de voz, dejaba en evidencia su fastidio; más aún porque estaba por abordar el vuelo, que ya venía con demora, para que en dos horas lo deposite en tierras patagónicas y luego otras cuatro horas más de ruta hasta llegar a destino final

En medio de todo, en un intento de superación, por lo bajo susurra ¿podemos pasar por una casa de calzado cuando lleguemos?

La respuesta desalentó toda posibilidad de solución cercana. “NO TENEMOS TIEMPO DE ANDAR BUSCANDO ZAPATERIAS, SINO LLEGAREMOS MUY ENTRADA LA NOCHE” respondió amable el observador anónimo, destinatario de la súplica en forma de amable pregunta

Transcurrida la espera y abordando la aeronave, finalmente el destino y el vuelo se encontraron y la llegada del vuelo fue anunciada como aguinaldo ya gastado.

Detrás de una soberana cara de orto escondía un insulto hirviendo en sus vísceras, mientras que el clima lo recibía con algarabía, golpeando la brisa patagónica su rostro como una bofetada que no pedía perdón. La ausencia de un zapato convertía el piso en un recordatorio punzante de que la tragedia más pequeña puede volverse odiosa. Caminaba con la dignidad herida con el calcetín mostrando signos de una batalla desigual contra la indiferencia.

El observador anónimo, fiel a su estilo estoico, sin emitir juicio tomaba nota en su memoria de todos los detalles, sabiendo que las grandes historias nacen de los mínimos fracasos. Tal vez la frase del vehículo no había sido sólo una observación espacial, sino una metáfora inconsciente de lo que vendría: la vida que parece enorme desde lejos, al vivirla revela sus estrecheces, sus roces, sus silencios incómodos y porque no decirlo también, sus “como carajo fue que esto pasó” que el CONICET aun no resuelve

Durante el viaje, la atmósfera se había vuelto densa. No por el clima, ni por el estado de la ruta que serpenteaba como si jugara a esconderse, sino por ese silencio filoso que empieza a hablar demasiado. “No es tanto el zapato”, pensó, “es lo que simboliza.” La incomodidad, la vulnerabilidad, lo ridículo de pretender estar entero mientras todo se desmorona un poco cada vez.

En el asiento delantero, como felino entre la maleza, el conductor mascaba su chicle con una tenacidad que rozaba lo provocador. Kilómetros de viaje devoraban las horas. El trayecto continuaba, y con él, esa necesidad urgente de encontrar una zapatería que se volvía menos deseo y más acto de supervivencia emocional. Lo cual era improbable hacerlo en medio del árido desierto patagónico. En un momento, mi mente jugó con las imágenes del paisaje y pensé en cuerear un chivo para hacer un cubre pie, pero la realidad era otra; menos solidaria y más egoísta: estaba cagado de hambre

La temperatura nos hizo saber que el sol cumplió su jornada de trabajo y la noche nos dio pistas que estábamos cerca de llegar

Al doblar la última rotonda, donde la ruta ya no sabía si seguir siendo camino o rendirse ante la geografía del dinosaurio iluminado, aparecieron las primeras casas del pueblo. Pequeñas, asimétricas, como si hubieran sido diseñadas por alguien que nunca quiso que fueran iguales a nada. Pocas con vereda, y las puertas parecían colocadas como si jamás debieran abrirse.

—Llegamos —anunció el conductor, sin entusiasmo, como quien entrega una carta que ya sabe que no traerá buenas noticias.

El observador anónimo bajó del vehículo, adelantándose al resto, para ver si podía encontrar una zapatería abierta. No es de desanimarse así nomás, pero siempre hay una primera vez y parecía ser que sería esta. No es su estilo. No dirá nada que no es. Pero aquí tenía ganas de mandar a todos a la recalcada concha de su hermana. No recorrió un negocio, sino cuatro además de una galería y TODOS le dieron la misma respuesta “ZAPATOS ¿?? AQUÍ NO VENDEMOS ZAPATOS” En que andan les pregunté resignado “Aquí usamos zapatillas nomás” Peeeero la putaa¡! Herraduras deberían usar pensé para mis adentros y regresé al vehículo. Derrotado, pero con la moral alta

Convencí al compañero que esta era la única/ultima oportunidad de recuperar su dignidad y cuidando de no apoyar demasiado su pie sin zapato sobre la tierra polvorienta, accedió y se bajó de la camioneta. Frente a él, tres niños observaban con curiosidad. No por su tamaño, ni por la camioneta, sino por el calzado roto que parecía contarles algo más profundo. Uno de ellos preguntó sin miedo:

—¿Por qué vos sí tenés zapatos?

La pregunta resonó más allá del momento. Era genuina. No una queja, no una burla. Simplemente, una inquietud desprovista de vergüenza. Y en esa frase, el compañero damnificado y el observador anónimo comenzaron a entender que el pueblo no es que no tuviera zapatos por olvido o por pobreza. Era parte de su identidad. Como las veredas, las puertas y las casas. Para mis adentros pensé en contarles de qué modo se rompió el zapato, pero una imagen se apareció en mi pensamiento viéndome envuelto en un confuso episodio explicando que es una escalera mecánica y decididamente cambié el relato por “se tropezó” y entonces por primera vez desde el accidente en el aeropuerto, pensé: quizás el zapato perdido no fue una pérdida, sino un portal… una invitación a una nueva dimensión estelar

Ingresamos juntos a un local de grandes dimensiones, bien provisto, con un vendedor, que daba la sensación que no tenía pantalones, porque NUNCA salió detrás del mostrador. Nos dirigía con señas y expresiones guturales  

Ante la pasiva actitud de este miembro ausente de cerebro, es que le supliqué al compañero que, aunque sea se compre ojotas, pero que nos vayamos urgente de allí, porque temía por la vida del sujeto, porque estaba por cagarlo a trompadas

Finalmente hubo unas zapatillas, que, por su horma y diseño, convencieron al compañero que eran los adecuados. Agradeciendo educadamente, nos despedimos luego de abonar, sin pedir ticket de cambio, por temor a regresar

La estreches del asiento y la incomodidad del viaje, resultaron placenteros, comparados con la odisea causada por la inseguridad en los aeropuertos…  

El club del humo (principio y fin de un trapisondista un fuyero y un perdulario)

En Villaniebla, donde las palabras se disolvían en la niebla antes de terminar de pronunciarse, tres figuras se reunían bajo un farol que nunca alumbraba. Nadie conocía sus nombres, pero el pueblo los llamaba: el Trapisondista, el Fuyero y el Perdulario.

El Trapisondista desbarataba los actos solemnes: cambiaba partituras por recetas, promesas por trabalenguas. “No hay verdad sin tropiezos”, decía, mientras provocaba carcajadas en funerales.

El Fuyero aparecía justo antes del desastre… y desaparecía antes de que alguien pudiera culparlo. Se le atribuían fugas imposibles: de cárceles, de compromisos, incluso de recuerdos. Una vez escribió en el reloj de la plaza: “Huir no es perderse, es evitar ser encontrado”.

Y el Perdulario... lo olvidaba todo; nombres, llaves, fechas. Pero guardaba en su bolsillo una lista de cosas que no debía recordar. Cada noche la leía al revés, como quien descifra un hechizo para no sentir.

Patológicamente raros, conforme al diagnóstico social, no tenían cura, salvo el sacerdote de la Iglesia, que venía de tanto en tanto a casar a quien quiera y a bautizar a los recién nacidos y a bendecir a un finado en el cementerio.

Lejos de ser peligrosos, desde algún rincón, causaban gracia y hasta se los extrañaba cuando se hacían humo.

Una noche, cómplices los tres, se miraron en silencio. Uno estaba “calzado” y sin comentarle al resto, echó la falta. La falta que le hacía un poco de cariño, y eso liberó la “pesada carga” de aquel secreto por todos conocidos. Una travesura de juventud que en otro había quedado atragantada

Para entonces algo se había roto en Villaniebla: la gente recordaba demasiado. Ya no reía por error, ni lloraba por equivocación. La niebla, incluso, parecía más clara.

Esa noche, el Club del Humo hizo su último acto: desordenó relojes, borró brújulas y escondió las certezas en una caja bajo el farol.

Desde entonces, nadie supo si aquello fue una travesura, una fuga o un olvido colectivo. Pero de vez en cuando, alguien en Villaniebla ríe en medio del silencio… y nadie sabe por qué. Solo aquellos tres, que nunca negaron nada… solo que jamás los pudieron entender  

sábado, 2 de agosto de 2025

El Silencio no es ausencia

Solo se llamó a silencio y creyó que no había dicho nada…

Pero su callar tejía constelaciones con hilos invisibles, como si cada pausa fuera una estrella que no brillaba para el mundo, pero ardía en su pecho.

No sabía; tampoco preguntó, porque a veces la ignorancia es un refugio, y el saber, una herida mal cerrada.


Miró al horizonte sin buscar respuestas, como quien entiende que el tiempo no siempre revela lo que oculta.

Su boca cerrada fue más elocuente que los discursos del ruido, y en su silencio danzó una verdad quieta, una fe desnuda, una soledad que no pedía compañía, solo respeto.

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