“De atrás se lo ve grande, pero cuando ingresas te das cuenta que no es tan así” no dejaba de repetir incomodado el compañero, por el escaso espacio que decía tener en la parte trasera de la camioneta rentada. El observador anónimo, dos veces más grande en tamaño, ni una queja esbozó por ese detalle, pero si, quedó pensando en la frase “de atrás se lo ve grande y cuando te acomodas te das cuenta que no es tan así” que llevaron su imaginación a límites inimaginables
Claramente, el compañero, había quedado
molesto, por aquel episodio en la mañana del mismo día, donde uno de sus
zapatos había sido atrapado en la escalera mecánica del aeropuerto,
destrozándolo por completo
El tono de voz, dejaba en evidencia su
fastidio; más aún porque estaba por abordar el vuelo, que ya venía con demora,
para que en dos horas lo deposite en tierras patagónicas y luego otras cuatro
horas más de ruta hasta llegar a destino final
En medio de todo, en un intento de superación,
por lo bajo susurra ¿podemos pasar por una casa de calzado cuando lleguemos?
La respuesta desalentó toda posibilidad de
solución cercana. “NO TENEMOS TIEMPO DE ANDAR BUSCANDO ZAPATERIAS, SINO LLEGAREMOS
MUY ENTRADA LA NOCHE” respondió amable el observador anónimo, destinatario de
la súplica en forma de amable pregunta
Transcurrida la espera y abordando la
aeronave, finalmente el destino y el vuelo se encontraron y la llegada del
vuelo fue anunciada como aguinaldo ya gastado.
Detrás de una soberana cara de orto escondía un
insulto hirviendo en sus vísceras, mientras que el clima lo recibía con
algarabía, golpeando la brisa patagónica su rostro como una bofetada que no
pedía perdón. La ausencia de un zapato convertía el piso en un recordatorio
punzante de que la tragedia más pequeña puede volverse odiosa. Caminaba con la
dignidad herida con el calcetín mostrando signos de una batalla desigual contra
la indiferencia.
El observador anónimo,
fiel a su estilo estoico, sin emitir juicio tomaba nota en su memoria de todos
los detalles, sabiendo que las grandes historias nacen de los mínimos fracasos.
Tal vez la frase del vehículo no había sido sólo una observación espacial, sino
una metáfora inconsciente de lo que vendría: la vida que parece enorme desde
lejos, al vivirla revela sus estrecheces, sus roces, sus silencios incómodos y
porque no decirlo también, sus “como carajo fue que esto pasó” que el CONICET
aun no resuelve
Durante el viaje,
la atmósfera se había vuelto densa. No por el clima, ni por el estado de la
ruta que serpenteaba como si jugara a esconderse, sino por ese silencio filoso
que empieza a hablar demasiado. “No es tanto el zapato”, pensó, “es lo que
simboliza.” La incomodidad, la vulnerabilidad, lo ridículo de pretender estar
entero mientras todo se desmorona un poco cada vez.
En el asiento
delantero, como felino entre la maleza, el conductor mascaba su chicle con una
tenacidad que rozaba lo provocador. Kilómetros de viaje devoraban las horas. El
trayecto continuaba, y con él, esa necesidad urgente de encontrar una zapatería
que se volvía menos deseo y más acto de supervivencia emocional. Lo cual era
improbable hacerlo en medio del árido desierto patagónico. En un momento, mi
mente jugó con las imágenes del paisaje y pensé en cuerear un chivo para hacer
un cubre pie, pero la realidad era otra; menos solidaria y más egoísta: estaba
cagado de hambre
La temperatura nos
hizo saber que el sol cumplió su jornada de trabajo y la noche nos dio pistas
que estábamos cerca de llegar
Al doblar la última
rotonda, donde la ruta ya no sabía si seguir siendo camino o rendirse ante la
geografía del dinosaurio iluminado, aparecieron las primeras casas del pueblo.
Pequeñas, asimétricas, como si hubieran sido diseñadas por alguien que nunca
quiso que fueran iguales a nada. Pocas con vereda, y las puertas parecían
colocadas como si jamás debieran abrirse.
—Llegamos —anunció
el conductor, sin entusiasmo, como quien entrega una carta que ya sabe que no
traerá buenas noticias.
El observador anónimo
bajó del vehículo, adelantándose al resto, para ver si podía encontrar una zapatería
abierta. No es de desanimarse así nomás, pero siempre hay una primera vez y parecía
ser que sería esta. No es su estilo. No dirá nada que no es. Pero aquí tenía ganas
de mandar a todos a la recalcada concha de su hermana. No recorrió un negocio,
sino cuatro además de una galería y TODOS le dieron la misma respuesta “ZAPATOS
¿?? AQUÍ NO VENDEMOS ZAPATOS” En que andan les pregunté resignado “Aquí usamos
zapatillas nomás” Peeeero la putaa¡! Herraduras deberían usar pensé para mis
adentros y regresé al vehículo. Derrotado, pero con la moral alta
Convencí al compañero
que esta era la única/ultima oportunidad de recuperar su dignidad y cuidando de
no apoyar demasiado su pie sin zapato sobre la tierra polvorienta, accedió y se
bajó de la camioneta. Frente a él, tres niños observaban con curiosidad. No por
su tamaño, ni por la camioneta, sino por el calzado roto que parecía contarles
algo más profundo. Uno de ellos preguntó sin miedo:
—¿Por qué vos sí
tenés zapatos?
La pregunta resonó
más allá del momento. Era genuina. No una queja, no una burla. Simplemente, una
inquietud desprovista de vergüenza. Y en esa frase, el compañero damnificado y
el observador anónimo comenzaron a entender que el pueblo no es que no tuviera
zapatos por olvido o por pobreza. Era parte de su identidad. Como las veredas,
las puertas y las casas. Para mis adentros pensé en contarles de qué modo se
rompió el zapato, pero una imagen se apareció en mi pensamiento viéndome envuelto
en un confuso episodio explicando que es una escalera mecánica y decididamente
cambié el relato por “se tropezó” y entonces por primera vez desde el accidente
en el aeropuerto, pensé: quizás el zapato perdido no fue una pérdida, sino un
portal… una invitación a una nueva dimensión estelar
Ingresamos juntos a
un local de grandes dimensiones, bien provisto, con un vendedor, que daba la sensación
que no tenía pantalones, porque NUNCA salió detrás del mostrador. Nos dirigía
con señas y expresiones guturales
Ante la pasiva actitud
de este miembro ausente de cerebro, es que le supliqué al compañero que, aunque
sea se compre ojotas, pero que nos vayamos urgente de allí, porque temía por la
vida del sujeto, porque estaba por cagarlo a trompadas
Finalmente hubo unas
zapatillas, que, por su horma y diseño, convencieron al compañero que eran los adecuados. Agradeciendo
educadamente, nos despedimos luego de abonar, sin pedir ticket de cambio, por
temor a regresar
La estreches del asiento y la incomodidad del viaje, resultaron placenteros, comparados con la odisea causada por la inseguridad en los aeropuertos…